lunes, 4 de diciembre de 2023

Me zarandeó un escalofrío cuando escuché en un disco de Pink Floyd el ladrido de unos perros que va distorsionándose hasta acabar saliendo del acero sabiamente frotado de un serrucho; en esa mezcla de temor, pasmo y envidia se concreta un lenguaje singular, tan poderoso que ni el dios de los milagros podría superar ese vibrato amenazante para ponerlo al servicio de una criatura que renunció a su voz primera para usar la jerga de la domesticidad

 




Un can que se confunde con la niebla,

se asoma a la alambrada como un símbolo, muge

recordando la camada donde aprendió a ladrar,

ahora sin embargo domina cuatro idiomas, 

el menor el que nace de la cola, un remedo del braille

que pone virgulillas sobre las vocales imposibles,

el buen acento y la pronunciación se asocian

a un aprendizaje superior, a la asistencia

al góspel parroquial o a la intervención en bandas clásicas

en las que nadie reconoce su verdadera raza,

todos falseando el pedigrí  y rozando casi

el ridículo arrastre de finales,

hay algo que siempre quise comentarte, perro,

nunca disimules tus orígenes, a estas alturas

nadie espera de ti que reproduzcas

la gran coordinación que demostraron

con el rebaño tus ancestros,

de ti se espera la gracia del ladrido.


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