sábado, 2 de diciembre de 2023

El altísimo techo de la casona ponía una sordina al golpeteo de la lluvia, en otro tiempo pudo ser un lujo silencioso, como el doble vidrio lo es ahora, pero este nos aleja la música del pájaro, la palabra sin regla del jilguero o la algarabía del gorrión; los altos techos, las ventanas con ojiva, igual que monjas de alada toca, de esas que ya sólo en láminas se ven; los cielos altos de exterior, cruzados por la respiración de los aviones que algo simple quieren trasmitirnos, aunque nosotros no alcancemos a entenderlo

 




Recuerdo ahora estando lejos

el jardín privado del convento 

que al ver abierta la gran puerta 

se asomaba fuera con curiosidad, 

él disfrutaba austeramente de su cartesiana perfección,

sus laberintos de encofrado boj, de las fuentes

eternamente suspendidas en el éxtasis de sus surtidores

y hasta de las académicas palomas

de arrullo cadencioso y peripatético ambular,

pero nada sabía del alma brava del escaramujo

capaz de practicar el habla universal del viento,

ni del zij zaj errático de las veredas 

que abre el ganado hacia los pastos o de la hierba nazarena

inmune a las tijeras de podar,

cómo estáis, preguntaba, 

pero nadie cerraba las argollas de su interrogación, 

algo saben de sus existencias paralelas pero ignoran 

un lenguaje común que las convoque bajo los chopos exteriores, 

esos que llenan de un oro coloquial las alamedas

hacia mediados del otoño.



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